La marcha de mi amigo vino acompañada de muchos cambios y ninguno bueno. El primer cambio fue mi actitud. Si bien nunca me había caracterizado por ser un niño tranquilo, me convertí en alguien mucho más inquieto y menos obediente. Con el paso del tiempo habría justificado las reprimendas, pero nunca he llegado a entender los castigos que sufrí.
Antes de hablar de ello, quiero hablar de mi comportamiento. Reconozco que merecía unos azotes porque si tuviese un hijo como yo, le daría una buena azotaina.
Solía escaparme del orfanato, tal y como hacía antes con mi amigo. Perfeccioné el arte de robar y el de meterme en peleas con niños de mi edad, más pequeños o mayores que yo. En el orfanato las cosas no eran mejores: me peleaba con cualquiera y, en algunas ocasiones, desaparecía durante días para aparecer de nuevo lleno de cardenales. Porque no era el mejor luchador de la zona y me daban unas palizas tremendas, con el añadido de que yo iba solo y los demás en grupo. Al llegar esperaba algún castigo y, honestamente, al principio, cuando se trataban de azotes u otros castigos físicos me importaba muy poco, ya que el dolor se iba con el tiempo y, cuando desaparecía, buscaba más. Sin embargo acabaron por reservarme el castigo para los niños más rebeldes: el cuarto oscuro.
El cuarto oscuro era una habitación diminuta en la que ni siquiera podía acostarme. Creo que antes de convertirse en el cuarto de castigos había sido la carbonera, aunque no estoy seguro. No había ventanas, solo una pequeña rendija en la puerta por la que no pasaba ni un rayo de luz, ya que estaba situada en el sótano. Pero al menos era suficiente para que pasase el aire. Yo había oído decir que un niño con asma había muerto allí, aunque nunca me lo creí… o al menos no lo hice hasta que me vi encerrado en aquel lugar solo, sin luz, privado de alimento y agua. La primera vez fueron dos días, la segunda tres y la tercera me sacaron medio muerto. No hubo más ocasiones, porque me escapé del orfanato. Tenía quince años.
Como consecuencia de estos castigos, tengo fobia a la oscuridad y a los espacios cerrados. Me dan ataques de pánico cuando me encuentro en cualquiera de esas dos circunstancias y, si se unen ambas… bueno, nunca me ha sucedido, pero fácilmente podría sufrir un infarto.
Nunca, mientras viva, podré olvidar el cuarto oscuro y la desesperación que, desde entonces, se apoderó de mi. Cuando me miré en un espejo después de la primera vez, vi en mis ojos que la esperanza me había abandonado. No había sido consciente de ello hasta que me vi a mi mismo vacío, sin alma. Dejé de ser un niño luchador, para convertirme en un superviviente.
Necesitaba seguir adelante.
Necesitaba seguir alimentando el odio por mis padres que vivían a escasos metros del orfanato porque, mientras los odiase, seguiría sintiéndome vivo.
Hola Diyar, horrible lo del cuarto oscuro y no me extraña que hayas cogido esa fobia a la oscuridad y sitios cerrados, a mi me pasa eso también y no he pasado por lo que tu has pasado, pero lo de alimentar el odio es peor aunque en las circunstancias que estabas quizás eso fue lo que te ayudo a salir adelante, que triste todo.
ResponderEliminarBesos.