Es bien sabido que, te enfrentes a lo que te enfrentes, acabas adaptándote. En ocasiones coges el camino fácil y, a veces, el difícil. El fácil habría sido dejarme arrastrar por el mundo de corrupción, vicio y desesperación que encontré fuera de los muros del orfanato. El difícil fue luchar contra el destino que amenazaba con devorarme.
Durante unos meses vagué por las calles de Estambul robando para alimentarme y, después, prostituyéndome para sobrevivir. Hacía exactamente lo que hacían otros niños de mi edad y en mis mismas circunstancias. Era difícil, pero conseguí vaciar mi mente y quedarme solo con un cascarón vacío que entregar a los turistas ávidos de sexo con adolescentes. Pero, cuando aquel sórdido mundo me tragaba, enterrándome en lo más profundo de su ser, decidí luchar contra eso y convertirme en alguien diferente. No quería morir a los veinte años por una sobredosis, porque un proxeneta o un cliente decidiesen arrancarme las entrañas o porque la desesperación me hubiese asfixiado. A los dieciséis años decidí buscar un trabajo decente. No era fácil y menos teniendo en cuenta mi situación. Pero una tarde, mientras paseaba arriba y abajo por el barrio de los pescadores, conocí a una mujer italiana. Tenía entonces unos cuarenta y tantos años y regentaba una casa de huéspedes cerca de donde yo me encontraba. Yo sabía quién era ella, la había visto cientos de veces y, por supuesto, tenía claro que ella podría salvarme. Me aproveché de su conocido buen corazón y me arrodillé frente a ella en medio de la calle. No pude haber mostrado más sumisión y ella, avergonzada, me instó a que me levantase.
— No sé qué quieres, niño, pero sea lo que sea no puedo dártelo.
— Solo quiero un trabajo.
Mantuve la cabeza gacha, mostrando una imagen tan patética que, a pesar de las protestas, las negativas y la vergüenza, acabó aceptándome.
La casa de huéspedes no era, ni mucho menos, un lugar lujoso, pero era limpio y decente y para alguien como yo, que había pasado años revolcándome en la inmundicia, aquello era el Paraíso.
No voy a decir que me resultó fácil adaptarme porque mentiría. Fue difícil, muy difícil. Llevaba tanto tiempo viviendo solo, haciendo lo que me venía en gana sin dar explicaciones y sin seguir las normas de nadie, que me costó muchísimo. Tuve que luchar contra mis propios instintos y contra un pasado que, más a menudo de lo que desearía, amenazaba con cogerme del cuello y lanzarme al lodazal más cercano.
Paola, mi salvadora, era una mujer de generosas curvas, de pechos aún más generosos y generosa sonrisa. Ella era todo lo opuesto a mí: alegre, optimista y feliz. Yo envidiaba su felicidad porque era incapaz de sonreír. A pesar de ser muy presumida, lucía las canas con orgullo. Ella decía que, ya que tenía un rostro joven, el cabello blanco le aportaba algo de distinción. Aunque, a mi parecer, hiciese lo que hiciese, ella siempre se veía hermosa. Ahora no recuerdo su rostro pero, si me preguntáis si sigo creyendo lo mismo, os diré que ahora pienso que, quizá, la veía hermosa porque sentía verdadera devoción por ella. Sin embargo sí puedo afirmar que era una mujer muy elegante y que gustaba a los hombres que venían a la casa de huéspedes. Se sentían cómodos con ella y ella… bueno, ella gozaba de sus atenciones. Le habría resultado muy fácil sacarles dinero vendiendo su cuerpo, pero marcaba unos límites muy claros aún sin abrir la boca para hacerlo. El flirteo, las promesas que quedaban suspendidas en el aire y que jamás se llegarían a cumplir, los halagos y el sentirse hermosa eran suficiente para ella. Nunca más volvería a amar a ningún hombre, porque el primero y el único que había entrado en su vida la había destrozado.
— Lo amé más que a mi vida – me decía mientras preparaba el narguile y bebía raki en un vaso de color rosa y dorado que solo usaba ella — y él me pagó casándose con otra y dejándome preñada y sin nada en el bolsillo.
Entonces se encerraba en si misma durante unos minutos mientras yo fingía secar los vasos, barrer la cocina o limpiar cualquier cosa porque cuando estaba con ella sentía la calidez que suponía debía sentir cualquier chico en presencia de su madre.
— Perdí a mi hijo trabajando como una burra — continuaba dejando a un lado el vaso una vez preparado el tabaco —. Ven, muchacho, siéntate aquí — y yo me sentaba frente a ella, deseoso de escuchar más aunque ya me hubiese contado la historia más de mil veces —. Nunca te enamores, Diyar, porque cuando lo hagas te perderás a ti mismo.
— Sí, señora.
Ella me miraba con una sonrisa en los labios y se inclinaba hacia mi para revolverme el cabello.
— Eres un chico muy fuerte, Diyar. ¿Quieres que te lea el futuro?
Y entonces se enfrascaba en una lectura de cartas en la que yo creía a medias porque siempre estaba llena de esperanza. Cuando leía mi futuro siempre me veía convertido en alguien estupendo, jamás leyó nada malo. Yo era un niño, pero había visto suficiente mundo como para saber que, por mucho que ella se empeñase, el mundo no era, ni mucho menos, de color rosa. Pero aun así me gustaba que me convirtiese en un hombre de éxito, porque eso me permitía soñar.
Por las noches, cuando todos se retiraban a sus cuartos o salían a recorrer las calles o los prostíbulos, nos sentábamos en la pequeña sala de estar y allí me leía novelas o poesía y yo, cansado como estaba después de una larga jornada, siempre me quedaba dormido a sus pies.
Creo que fue la primera vez que rocé la felicidad con mis manos.