lunes, 23 de diciembre de 2013

4. La casa de huéspedes.


Es bien sabido que, te enfrentes a lo que te enfrentes, acabas adaptándote. En ocasiones coges el camino fácil y, a veces, el difícil. El fácil habría sido dejarme arrastrar por el mundo de corrupción, vicio y desesperación que encontré fuera de los muros del orfanato. El difícil fue luchar contra el destino que amenazaba con devorarme.
Durante unos meses vagué por las calles de Estambul robando para alimentarme y, después, prostituyéndome para sobrevivir. Hacía exactamente lo que hacían otros niños de mi edad y en mis mismas circunstancias. Era difícil, pero conseguí vaciar mi mente y quedarme solo con un cascarón vacío que entregar a los turistas ávidos de sexo con adolescentes. Pero, cuando aquel sórdido mundo me tragaba, enterrándome en lo más profundo de su ser, decidí luchar contra eso y convertirme en alguien diferente. No quería morir a los veinte años por una sobredosis, porque un proxeneta o un cliente decidiesen arrancarme las entrañas o porque la desesperación me hubiese asfixiado. A los dieciséis años decidí buscar un trabajo decente. No era fácil y menos teniendo en cuenta mi situación. Pero una tarde, mientras paseaba arriba y abajo por el barrio de los pescadores, conocí a una mujer italiana. Tenía entonces unos cuarenta y tantos años y regentaba una casa de huéspedes cerca de donde yo me encontraba. Yo sabía quién era ella, la había visto cientos de veces y, por supuesto, tenía claro que ella podría salvarme. Me aproveché de su conocido buen corazón y me arrodillé frente a ella en medio de la calle. No pude haber mostrado más sumisión y ella, avergonzada, me instó a que me levantase.
—    No sé qué quieres, niño, pero sea lo que sea no puedo dártelo.
—    Solo quiero un trabajo.
Mantuve la cabeza gacha, mostrando una imagen tan patética que, a pesar de las protestas, las negativas y la vergüenza, acabó aceptándome.
La casa de huéspedes no era, ni mucho menos, un lugar lujoso, pero era limpio y decente y para alguien como yo, que había pasado años revolcándome en la inmundicia, aquello era el Paraíso.
No voy a decir que me resultó fácil adaptarme porque mentiría. Fue difícil, muy difícil. Llevaba tanto tiempo viviendo solo, haciendo lo que me venía en gana sin dar explicaciones y sin seguir las normas de nadie, que me costó muchísimo. Tuve que luchar contra mis propios instintos y contra un pasado que, más a menudo de lo que desearía, amenazaba con cogerme del cuello y lanzarme al lodazal más cercano.
Paola, mi salvadora, era una mujer de generosas curvas, de pechos aún más generosos y generosa sonrisa. Ella era todo lo opuesto a mí: alegre, optimista y feliz. Yo envidiaba su felicidad porque era incapaz de sonreír. A pesar de ser muy presumida, lucía las canas con orgullo. Ella decía que, ya que tenía un rostro joven, el cabello blanco le aportaba algo de distinción. Aunque, a mi parecer, hiciese lo que hiciese, ella siempre se veía hermosa. Ahora no recuerdo su rostro pero, si me preguntáis si sigo creyendo lo mismo, os diré que ahora pienso que, quizá, la veía hermosa porque sentía verdadera devoción por ella. Sin embargo sí puedo afirmar que era una mujer muy elegante y que gustaba a los hombres que venían a la casa de huéspedes. Se sentían cómodos con ella y ella… bueno, ella gozaba de sus atenciones. Le habría resultado muy fácil sacarles dinero vendiendo su cuerpo, pero marcaba unos límites muy claros aún sin abrir la boca para hacerlo. El flirteo, las promesas que quedaban suspendidas en el aire y que jamás se llegarían a cumplir, los halagos y el sentirse hermosa eran suficiente para ella. Nunca más volvería a amar a ningún hombre, porque el primero y el único que había entrado en su vida la había destrozado.
—    Lo amé más que a mi vida – me decía mientras preparaba el narguile y bebía raki en un vaso de color rosa y dorado que solo usaba ella — y él me pagó casándose con otra y dejándome preñada y sin nada en el bolsillo.
Entonces se encerraba en si misma durante unos minutos mientras yo fingía secar los vasos, barrer la cocina o limpiar cualquier cosa porque cuando estaba con ella sentía la calidez que suponía debía sentir cualquier chico en presencia de su madre.
—    Perdí a mi hijo trabajando como una burra — continuaba dejando a un lado el vaso una vez preparado el tabaco —. Ven, muchacho, siéntate aquí — y yo me sentaba frente a ella, deseoso de escuchar más aunque ya me hubiese contado la historia más de mil veces —. Nunca te enamores, Diyar, porque cuando lo hagas te perderás a ti mismo.
—    Sí, señora.
Ella me miraba con una sonrisa en los labios y se inclinaba hacia mi para revolverme el cabello.
—    Eres un chico muy fuerte, Diyar. ¿Quieres que te lea el futuro?
Y entonces se enfrascaba en una lectura de cartas en la que yo creía a medias porque siempre estaba llena de esperanza. Cuando leía mi futuro siempre me veía convertido en alguien estupendo, jamás leyó nada malo. Yo era un niño, pero había visto suficiente mundo como para saber que, por mucho que ella se empeñase, el mundo no era, ni mucho menos, de color rosa. Pero aun así me gustaba que me convirtiese en un hombre de éxito, porque eso me permitía soñar.
Por las noches, cuando todos se retiraban a sus cuartos o salían a recorrer las calles o los prostíbulos, nos sentábamos en la pequeña sala de estar y allí me leía novelas o poesía y yo, cansado como estaba después de una larga jornada, siempre me quedaba dormido a sus pies.
Creo que fue la primera vez que rocé la felicidad con mis manos.

 

domingo, 22 de diciembre de 2013

3. El cuarto oscuro



 

La marcha de mi amigo vino acompañada de muchos cambios y ninguno bueno. El primer cambio fue mi actitud. Si bien nunca me había caracterizado por ser un niño tranquilo, me convertí en alguien mucho más inquieto y menos obediente. Con el paso del tiempo habría justificado las reprimendas, pero nunca he llegado a entender los castigos que sufrí.
Antes de hablar de ello, quiero hablar de mi comportamiento. Reconozco que merecía unos azotes porque si tuviese un hijo como yo, le daría una buena azotaina.
Solía escaparme del orfanato, tal y como hacía antes con mi amigo. Perfeccioné el arte de robar y el de meterme en peleas con niños de mi edad, más pequeños o mayores que yo. En el orfanato las cosas no eran mejores: me peleaba con cualquiera y, en algunas ocasiones, desaparecía durante días para aparecer de nuevo lleno de cardenales. Porque no era el mejor luchador de la zona y me daban unas palizas tremendas, con el añadido de que yo iba solo y los demás en grupo. Al llegar esperaba algún castigo y, honestamente, al principio, cuando se trataban de azotes u otros castigos físicos me importaba muy poco, ya que el dolor se iba con el tiempo y, cuando desaparecía, buscaba más. Sin embargo acabaron por reservarme el castigo para los niños más rebeldes: el cuarto oscuro.
El cuarto oscuro era una habitación diminuta en la que ni siquiera podía acostarme. Creo que antes de convertirse en el cuarto de castigos había sido la carbonera, aunque no estoy seguro. No había ventanas, solo una pequeña rendija en la puerta por la que no pasaba ni un rayo de luz, ya que estaba situada en el sótano. Pero al menos era suficiente para que pasase el aire. Yo había oído decir que un niño con asma había muerto allí, aunque nunca me lo creí… o al menos no lo hice hasta que me vi encerrado en aquel lugar solo, sin luz, privado de alimento y agua. La primera vez fueron dos días, la segunda tres y la tercera me sacaron medio muerto. No hubo más ocasiones, porque me escapé del orfanato. Tenía quince años.
Como consecuencia de estos castigos, tengo fobia a la oscuridad y a los espacios cerrados. Me dan ataques de pánico cuando me encuentro en cualquiera de esas dos circunstancias y, si se unen ambas… bueno, nunca me ha sucedido, pero fácilmente podría sufrir un infarto.
Nunca, mientras viva, podré olvidar el cuarto oscuro y la desesperación que, desde entonces, se apoderó de mi. Cuando me miré en un espejo después de la primera vez, vi en mis ojos que la esperanza me había abandonado. No había sido consciente de ello hasta que me vi a mi mismo vacío, sin alma. Dejé de ser un niño luchador, para convertirme en un superviviente.
Necesitaba seguir adelante.
Necesitaba seguir alimentando el odio por mis padres que vivían a escasos metros del orfanato porque, mientras los odiase, seguiría sintiéndome vivo.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

2. Los primeros años en el orfanato.


El orfanato en el que crecí era un edificio viejo a las afueras de Estambul. Estaba dividido en tres secciones: bebés en la primera planta, niñas en la segunda y niños en la tercera. Cada sección estaba dividida a su vez en niños sanos, obedientes, rebeldes y deficientes. Los niños enfermos se hacinaban en la cuarta planta y nunca pude verlos. Y, por último, estaba el sótano, el lugar donde se impartían los castigos.
Al recordar ahora el lugar no sé si puedo afirmar que tenía el aspecto decadente que mi mente me dibuja. Puedo recordar con nitidez algunos cristales rotos y la suciedad, pero respecto al edificio me cuesta distinguir qué es real y qué un truco de mi imaginación. Sin embargo, en lo concerniente a los sucesos allí acaecidos, tengo la firme certeza de que mi mente no manipula nada. Las pruebas están en mi cuerpo y las secuelas psicológicas me acompañarán mientras viva.
Tengo que reconocer que no era un niño tranquilo y que, a pesar del miedo a los castigos, hacía muchas travesuras. La que más molestaba a las cuidadoras era que desatase a los niños deficientes. Recibí muchos azotes por hacerlo. Los pobres niños estaban atados a sus camas con correas de cuero o cuerdas, o bien los ataban a una silla con las sábanas de la cama. Fuese cual fuese su deficiencia, jamás podrían curarse en aquellas circunstancias. Ahora pienso que la muerte podría haber sido el mejor regalo que el dios en el que creían sus padres les podría haber dado. No podían valerse por sí mismos y, si podían, los ataban igualmente para que no molestasen. Ni siquiera se les permitía levantarse para ir al baño. ¿Podéis imaginaros la vida de esas criaturas? Eran completamente dependientes y no recibían la atención mínima. Por eso creía que, si los desataba, saldrían volando como los pajarillos que recogía en el mal llamado jardín.
Otro de los recuerdos vívidos de aquella época es que siempre tenía hambre. La comida era tan escasa, que algunos niños parecían esqueletos. Cuando crecí un poco, Burak y yo nos escabullíamos para robar en el mercado. Devorábamos lo que cogíamos tan rápido, que todavía me cuesta creer que no hubiésemos muerto asfixiados con la comida. También éramos hábiles robando dinero, pero no perdíamos el tiempo con eso: lo importante era llenar el estómago. Además, teníamos que hacerlo deprisa: nadie podía enterarse de que habíamos escapado del orfanato.
Nunca pensamos en robar para nuestros compañeros. Teníamos demasiada hambre como para pensar en nadie más. Además, desde que habíamos comenzado a dar los primeros pasos, aprendimos que solo el más fuerte sobrevive y nos ateníamos a esto.
Burak era, como yo, un mestizo. Él tenía los ojos azules y el cabello dorado pero, por lo demás, sus rasgos eran turcos. Era un crío muy guapo. Sin embargo cuando alguna pareja occidental venía dispuesta a adoptar, lo escondían junto con todos los mestizos, entre ellos yo. Querían que adoptasen a los turcos puros.
A pesar de su aspecto angelical, Burak era un auténtico demonio. Era él quien me arrastraba a aquellos descabellados planes que casi siempre acababan en una azotaina. Pero no me malinterpretéis, yo no era un santo que se veía arrastrado al demoníaco mundo de Burak, es solo que me dejaba llevar porque sus ideas me parecían más divertidas y mucho mejores que las mías.
Una tarde, tendríamos unos ocho o nueve años, decidimos colarnos en la sala donde habían hecho pasar a una pareja rusa y a un par de niños que les habían gustado. El día anterior nos habían bañado, así que todavía estábamos decentes. Aquella pareja se quedó prendada de Burak y decidió adoptarlo. Aquello fue un mazazo para mí. Me quedé solo en el infierno y nunca sentí que mi vida fuese tan horrible como cuando no pude compartirla con mi mejor amigo.
Y hasta aquí los primeros años que pasé en el orfanato.
Gracias por leerme.








lunes, 11 de noviembre de 2013

1- Una historia de lujuria y un bebé.




No conozco la historia de mis padres, como tampoco los conozco a ellos. Sé quiénes son porque vivían cerca del orfanato donde me crie. Cuando era muy pequeño ella venía a verme a menudo y, cuando crecí, dejó de hacerlo. No sabía que era mi madre, pensaba que era una señora muy amable que me traía regalos de vez en cuando. Pero cuando abandoné el orfanato y la vi caminando por la calle con su hijo y su marido, lo supe. Él y yo nos parecemos mucho, pero su hijo y yo somos idénticos. Podríamos pasar por gemelos si no fuese por la diferencia de edad.
Seguramente os preguntaréis por qué digo «él», «ella» y «su hijo» en lugar de «padre», «madre» y «hermano». La respuesta es bastante simple, la verdad: porque para mí son desconocidos, gente que nunca me ha dado nada y que permitió que mi vida se convirtiese en un infierno sin mover un dedo.
Las madres que estáis leyendo esto seguro que pensáis que estoy siendo demasiado duro, que una madre nunca abandonaría a su hijo si no tuviese poderosas razones para hacerlo. Yo no sé si tuvo que hacerlo o si lo hizo porque quiso, solo sé que tuvo otro hijo con el mismo hombre con el que me engendró a mí y que lo crio. ¿Que si siento rencor? Sí, me devora las entrañas cada vez que pienso en ellos.
Es una suerte que no lo haga a menudo.
A veces me pregunto cómo he podido sobrevivir tantos años sin familia, pero luego pienso que quizá haya sido mejor así. No sé si mi vida habría sido mejor al lado de mis padres. Ellos no me querían, vivían felices con su hijo cerca del orfanato aun sabiendo que su primogénito pasaba las de Caín allí.
Hace mucho tiempo que no pienso en su historia, en cómo fueron las cosas entre ellos, pero cuando era más joven y me preguntaban por mis padres, les contaba que mi madre había huido de casa de sus padres para vivir una apasionada historia con un alemán, que sus padres la habían arrastrado de nuevo al hogar familiar para casarla con un viejo amigo de la familia y que mi padre se había suicidado por no poder estar con ella. Claro, él no sabía que yo venía en camino y por eso acabé en el orfanato. Mis abuelos maternos eran los malos de la historia y a las mujeres les encantaba. No se molestaban en averiguar más sobre mí porque si hubiesen rascado un poco en la superficie, habrían descubierto a un impostor que lo único que sabía de sus padres era que su madre era turca, que su padre era alemán y que vivían a las afueras de Estambul.
En algún momento llegué a creerme realmente la historia, supongo que porque era más agradable pensar eso que reconocer que había sido abandonado porque sí.
Y estos son mis orígenes. En la próxima entrada hablaré ya de mi vida en el orfanato. Paso un poco de puntillas por esto porque a día de hoy no me interesa recordar, cuando llegue lo importante profundizaré más. Mis orígenes son poco interesantes, entre otras cosas porque no sé nada más que lo que ya he contado.
Hasta la próxima y gracias por leerme.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Una vida, una historia






Todos tenemos historias que contar. Nuestra propia vida es la historia más maravillosa jamás escrita. En ella hay amor, desamor, felicidad, infelicidad, alegría, tristeza y VIDA. Sí, VIDA con mayúsculas y todos y cada uno de vosotros deberíais entender el porqué sin necesidad de que yo, un don nadie, os lo explique.
Hace cosa de una semana hablaba con alguien que vive muy cerca y a quien conocí gracias a su blog, ahora cerrado, sobre mi vida. Ella me animó a escribir mis vivencias. Nuestra primera idea fue una novela, pero no tengo la confianza suficiente como para enfrentar semejante reto, así que me decidí por un blog. Y mi amiga me miró con mala cara. Ella no es partidaria de contar la vida de uno en la red. Yo tampoco, pero hay cosas que deben ser contadas aunque la pluma del escritor sea torpe.
Mi vida no ha sido fácil y me ha afectado en algunos aspectos importantes de mi vida, pero no ha sido mi pasado quien tomó las decisiones que me habrían de llevar de un lugar a otro, de una persona a otra, y por eso no puedo culpar a nadie sino a mí mismo de los errores cometidos.
La mía es una historia dura y triste, sí, pero también llena de amor  y esperanza. Y toda esa tristeza, todo ese amor y esperanza, me han reunido con el amor de mi vida, alguien tan especial, que no sé si mis vidas futuras bastarán para compensarla por el daño que le hice años atrás. Este blog, que leerá seguro, tal vez ayude a expiar mis pecados ante ella porque descubrirá cosas que no sabía sobre mí. Pero confío en ella, en su carácter y bondad y sé que no me juzgará duramente.
Pero, antes de lanzarme a escribir mi historia y llenar vuestro cerebro (y espero que también vuestro corazón) con mis historias y lamentos, permitidme que me presente. Me llamo Diyar y tengo treinta y nueve años. Nací en Turquía en el año 1974 y llegué a España en 1993. Apenas hablo turco porque cuando salí de mi país lo hice para no volver y eso también implicaba no mirar atrás ni para coger impulso. Por tanto soy español y me siento como tal. España me acogió con los brazos abiertos y me dio la oportunidad de estudiar y convertirme en el hombre que soy ahora. No reniego de mis raíces, pero siento que mi país de origen no me dio nada a lo que aferrarme, algo que me hiciese amarlo. Ni Turquía ni Alemania, porque soy turco alemán. Pero esto forma parte de mi historia y no es el momento (aún) de contarlo.
Antes de comenzar a contaros cómo llegué a este país, dejadme que haga un alto para agradecer a algunas personas su apoyo. Primero a Christian Black, porque su sola existencia me ha traído hasta aquí. Segundo a Noche Homoerótica por su discreción y sus silencios (tú ya me entiendes) y, tercero, a Piruja, que siempre me ha acogido tan bien (tú también me entiendes). Y cuarto, pero no menos importante, a la persona fundamental en esta historia (ILY).
En la próxima entrada comenzaré con la historia.
Gracias por leerme